Mauro
Molina se basó, según él, en la Guía de
la buena esposa, espantoso libelo de la España en tiempos de Franco, para
escribir Magdalena, un unipersonal
que traza el itinerario femenino de la década de los 50. La Guía es española, claro, pero su ideología permeaba en esa
época todos los mandatos de conducta femenina. Basta leer nuestro Libro de Doña Petrona, que antes de
adentrarse en los misterios de los sabores y aromas de la cocina y desoyendo
cualquier posibilidad de un chef masculino, recomienda al ama de casa qué podía hacer con su tiempo.
“Se empieza con el desayuno cuidadosamente
presentado, puesto que la vida del nuevo día comienza con él. Después
comenzaremos por la limpieza de todo lo utilizado en el desayuno, disponer y
organizar las comidas del día, hacer los pedidos, dejar a medio preparar una
parte del menú, tanto de la mañana como de la noche, tardando en todo esto una
hora y media, aproximadamente. Después de almuerzo, se dará vueltas por la
casa, se recogerán los diarios, se limpiarán los ceniceros, se pasará el
cepillo y una gamuza; lo haremos en treinta minutos.”
La muerte del tiempo, preso de la repetición vacua. De
ese tiempo muerto habla esta obra, un tiempo que ni siquiera es de una espera,
porque es el tiempo que el patriarcado reserva para la mujer, ese del servicio
al marido y a las exigencias de la casa.
Los 50 son años que regresan de una guerra que desgajó la
individualidad. Entonces, el sujeto deshabitado combina la imperiosa necesidad del nido, de la casa
contenedora, con el confort de la habitación. Es la época de los
electrodomésticos y de Doris Day y su
perfecto modelo de mujer perfecta
imposible de emular, porque Rock Hudson tampoco sucede. Lo que sucede es la
insatisfacción femenina, que no puede ser satisfecha a ningún nivel, ya que lo
que es imposible es el modelo soñado. El corolario de esta presión serán los
60, será ganar la calle liberadas de corpiños.
Este planteo es bien comprendido por Somos los que
estamos y su actriz, Cristina López. La puesta recurre a objetos que marcarán
la triste construcción de la vida de esta mujer, decepcionada por promesas
imposibles. Las imágenes bien logradas remiten inmediatamente a la iconografía de
revistas como Vea y Lea o Leoplán y la exacta interpretación de Cristina
(quizás por momentos con poco ritmo) nos deja asomarnos a una intimidad
quebrada, la de Magdalena, que apela una
y otra vez al confesor erróneo, su madre, que sólo puede replicar el mandato
masculino.
Ada Valdez monta un espacio cercano a las revistas y
también a las imágenes de los recuerdos de Magdalena, uno tras otro proyectados
en una pantalla tal como se proyectan en su recuerdo. Y tal como el humo de las
proyecciones, desaparecen, porque Magdalena está sola entre los solos a
excepción de una planta pequeña que llama con su nombre y con la que se
identifica. La fácil metáfora de sentirse planta se diluye con el humor bien
explotado del texto.
A Magdalena la engañaron: el matrimonio de las películas
no era así (su Rock Hudson no la entiende y la desprecia), llenarse de electrodomésticos
no implicaba felicidad asegurada (el lavarropas sólo sabe dar vueltas) y las
recomendaciones maternas sólo eran cómplices de la cárcel en la que vive. Ni
siquiera sabe quién es, así que toma la decisión de irse y un objeto, la
valija, se vuelve central, pasaporte hacia el aire libre, hacia la posibilidad
de conocerse, de descubrirse mujer, de experimentar el encuentro gozoso con el
otro.
La puesta se disfruta, por la interpretación, dirección y
un muy buen guión. Y más allá de eso, los que tenemos algunos años no
podemos evitar hacer un viaje hacia nuestras
madres, que cuando jóvenes, flamantes esposas,
leían Vea y Lea y tenían una olla a presión, un vestido de Gath y
Chávez y una sonrisa. Quién sabe si no
escondían alguna promesa incumplida…
Susana Lage