sábado, 8 de agosto de 2015

Magdalena, ser mujer y después

Mauro Molina se basó, según él, en la Guía  de la buena esposa, espantoso libelo de la España en tiempos de Franco, para escribir Magdalena, un unipersonal que traza el itinerario femenino de la década de los 50. La  Guía es española,  claro, pero su ideología permeaba en esa época todos los mandatos de conducta femenina. Basta leer nuestro Libro de Doña Petrona, que antes de adentrarse en los misterios de los sabores y aromas de la cocina y desoyendo cualquier posibilidad de un chef masculino, recomienda  al ama de casa qué podía hacer con su tiempo.

“Se empieza con el desayuno cuidadosamente presentado, puesto que la vida del nuevo día comienza con él. Después comenzaremos por la limpieza de todo lo utilizado en el desayuno, disponer y organizar las comidas del día, hacer los pedidos, dejar a medio preparar una parte del menú, tanto de la mañana como de la noche, tardando en todo esto una hora y media, aproximadamente. Después de almuerzo, se dará vueltas por la casa, se recogerán los diarios, se limpiarán los ceniceros, se pasará el cepillo y una gamuza; lo haremos en treinta minutos.”

La muerte del tiempo, preso de la repetición vacua. De ese tiempo muerto habla esta obra, un tiempo que ni siquiera es de una espera, porque es el tiempo que el patriarcado reserva para la mujer, ese del servicio al marido y a las exigencias de la casa.
Los 50 son años que regresan de una guerra que desgajó la individualidad. Entonces, el sujeto deshabitado combina  la imperiosa necesidad del nido, de la casa contenedora, con el confort de la habitación. Es la época de los electrodomésticos y de Doris Day y  su perfecto  modelo de mujer perfecta imposible de emular, porque Rock Hudson tampoco sucede. Lo que sucede es la insatisfacción femenina, que no puede ser satisfecha a ningún nivel, ya que lo que es imposible es el modelo soñado. El corolario de esta presión serán los 60, será ganar la calle liberadas de corpiños.
Este planteo es bien comprendido por Somos los que estamos y su actriz, Cristina López. La puesta recurre a objetos que marcarán la triste construcción de la vida de esta mujer, decepcionada por promesas imposibles. Las imágenes bien logradas remiten inmediatamente a la iconografía de revistas como Vea y Lea o Leoplán y la exacta interpretación de Cristina (quizás por momentos con poco ritmo) nos deja asomarnos a una intimidad quebrada,  la de Magdalena, que apela una y otra vez al confesor erróneo, su madre, que sólo puede replicar el mandato masculino.
Ada Valdez monta un espacio cercano a las revistas y también a las imágenes de los recuerdos de Magdalena, uno tras otro proyectados en una pantalla tal como se proyectan en su recuerdo. Y tal como el humo de las proyecciones, desaparecen, porque Magdalena está sola entre los solos a excepción de una planta pequeña que llama con su nombre y con la que se identifica. La fácil metáfora de sentirse planta se diluye con el humor bien explotado del texto.
A Magdalena la engañaron: el matrimonio de las películas no era así (su Rock Hudson no la entiende  y la desprecia), llenarse de electrodomésticos no implicaba felicidad asegurada (el lavarropas sólo sabe dar vueltas) y las recomendaciones maternas sólo eran cómplices de la cárcel en la que vive. Ni siquiera sabe quién es, así que toma la decisión de irse y un objeto, la valija, se vuelve central, pasaporte hacia el aire libre, hacia la posibilidad de conocerse, de descubrirse mujer, de experimentar el encuentro gozoso con el otro.
La puesta se disfruta, por la interpretación, dirección y un muy buen guión. Y más allá de eso, los que tenemos algunos años no podemos  evitar hacer un viaje hacia nuestras madres, que cuando jóvenes, flamantes esposas,  leían Vea y Lea y tenían una olla a presión, un vestido de Gath y Chávez  y una sonrisa. Quién sabe si no escondían alguna promesa incumplida…

Susana Lage



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