domingo, 23 de noviembre de 2014

"La noche devora a sus hijos": la incomodidad en el cuerpo y en la palabra

Ficha Técnica

Obra: La noche devora a sus hijos
Grupo: La Espina (La Pampa)
Autoría: Daniel Veronese
Actuación: Nadia Grandón
Asistencia Técnica: Daniela Rodi y Mónica Castaño
Asistencia de dirección: Stella Sánchez
Dirección: Nadia Grandón

En La noche devora a sus hijos, aparece en escena una mujer que habla y mira, que nos habla y nos mira. Es un relato en relación con una multiplicidad de relatos. Esta mujer adopta el rol de narradora de las desgracias propias y de los otros por mandato de su madre, quien le ha dicho que debe hablar de lo sucedido. Por eso, en esta obra, podemos considerar que la palabra se convierte en instrumento de la memoria de su historia y de las historias que escuchó y heredó. 
Asumiendo que la memoria es performativa, Grandón realiza un trabajo actoral similar a la performance, en el sentido de que desde su relato, por repetición, nos  presenta el traspaso del legado de la memoria de una madre a su hija, quien a su vez lo traspasa al espectador, quien también construirá su relato activando su propia memoria, rompiendo así con la noción tradicional de hecho teatral  como producto artístico terminado.
Grandón construye su personaje desde la incomodidad que provoca, para una bailarina profesional, la inmovilidad en el cuerpo. Las partituras física y de enunciación que conforma –gestos, posiciones, microconductas simples y cotidianas-, nos permiten ver cómo el cuerpo de esta actriz interpela al espectador con el gesto muy contenido, con su respiración ahogada, con la quietud ostensible en tensión con pequeños movimientos de sus dedos, sus pestañas, sus labios. Aprieta los labios como otro modo de buscar en el cuerpo textual vulnerado el recuerdo de la denigración en lo físico. Se inmoviliza y sólo recurre a mínimos desplazamientos, como si el cuerpo  le pesara, su voz enronquece y se desgarra de modo casi imperceptible, cuando en su relato resuenan las palabras de los otros. Afloran las palabras desde la necesidad visceral de expulsar lo doloroso, como acto liberador ante el recuerdo; pero todo gesto, todo movimiento, es siempre desde lo mínimo, desde ese lugar rememora y vaticina.
La memoria del personaje bordea siempre el límite, y es desde allí que  la palabra funciona como un bisturí que obliga a la autopsia del silencio de la memoria, de lo extremo de la desdicha, para que al espectador le duela también el recuerdo. Desde la mirada se vincula con el entorno y desarticula la convención del monólogo en soledad para dar paso a la fuga y la ruptura de esta forma dramática tradicional,  para lo que se vale de la multiplicidad de artefactos de reproducción de la voz para construir un relato de su historia que exprese lo colectivo. Manipula viejos grabadores-reproductores de voz como espacio de exploración de voces e identidades con las que construye el simulacro de una nueva subjetividad actoral desde la reproductibilidad técnica y la repetición. Así, el espacio escénico aparece habitado por el cuerpo de la voz de la máquina en yuxtaposición con la voz de la actriz, cuando arma, desarma y rearma repetidamente a esta mujer que reflexiona sobre el relato y trae a colación diálogos del pasado y los reproduce en el aquí y ahora, encarnando otras voces. Nos muestra un nuevo modo de intercambios, para relatar historias que descubrió con su madre, contemplando la vida de los otros: un asesino y su esposa, un ciego indigente y sus hijos, un pianista homosexual y su novio actor, una vecina con su amor no correspondido y su hermano retrasado; sus voces se interpenetran, se invaden,  transformando así lo privado en público para que el espectador active su memoria. 
Podemos decir, entonces, que las historias se sostienen escénicamente por la manipulación simbólica de las formas con variaciones mínimas de la voz y del cuerpo en interacción con la escenografía y la utilería. En el centro de la escena aparece un artefacto escenográfico muy acotado: una mesa sobre la cual están los grabadores-reproductores, una silla a  cada lado de la mesa, ambas frente al público, la actriz, sentada o parada sobre ellas, va tejiendo su relato. La direccionalidad de la mirada y los sutiles matices de variación tonal provocan que el lector imagine la puesta en escena de las historias que la mujer abisma con minuciosidad en formas de violencia y horror sexual, social y político, en la dictadura en Argentina: el hambre, los cortes de luz, los toques de queda, las represiones, los secuestros,  las violaciones, la guerra, el miedo que obliga a no mirar al otro, a no saludarlo, a caminar con la cabeza baja, a disfrazarse para esconderse del otro. 
En síntesis, en La noche devora a sus hijos se elige relatar desde dos metonimias fuertes. Para la primera, la actriz transforma su boca en símbolo de la resistencia a través de las palabras y los visajes, es una boca, la de la actriz, pero muchas voces. Para la segunda, desde el ejercicio de la mirada que lleva a cabo, también adviene el símbolo de la rebelión contra quienes veían pero no querían ver, el rechazo a la creencia de que si no se quiere ver el horror, si se niega  el horror, este no es. Direcciona su mirada y mueve sus labios y su lengua, mientras relata cómo le gustaba meter sus manos en la boca de las personas que veía por la calle, refregar sus dedos por sus paladares, apretar sus lenguas, recorrer sus muelas y dientes.  Meter la mano en la boca es meter la mano en la historia de las personas perturbadas y en desdicha de su relato. Ambas metonimias funcionan como partituras sonoras y visuales para hacer visible lo que se ha invisibilizado por no querer  verlo ni hablar de ello. Sin tener en cuenta que no hablar, no ver, es igual que la ceguera y el silencio en la oscuridad de la noche, es como… ser devorado por la noche.

María Cristina Castro

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